Cualquiera
que haya tenido la oportunidad de compartir conmigo en los espacios de algún
museo arte moderno/post-moderno/contemporáneo, es capaz de constatar cuan
arduos suelen ser mis esfuerzos por acercarme comprensivamente al material artístico
que se expone, precisamente porque es una suerte de supuesto que aquello que
tiene un carácter expositivo, ha de tener algo que pueda ser apreciado. No
obstante, tras el desastre que significó para varios amigos y para mí nuestra
asistencia a la reciente inauguración de una exposición de arte joven en un
museo local, he empezado a preguntarme: ¿de
verdad vale la pena esforzarse por comprenderlo?
Aunque
al principio estaba entusiasmado por las cosas geniales que esperaba ver esa
noche, la sensación de ofensión que resultó después de mi paso por aquellas
instalaciones ese viernes 15 de octubre, se extendió por todo mi cuerpo hasta
hacerme sentir inseguro sobre el valor al que queda reducido el trabajo plástico
al que me dedico de vez en cuando y los esfuerzos investigativos que emprendo
para mejorarlo. Supongo que del mismo modo se habrán sentido otros amigos.
Y es
que en un contexto contemporáneo donde apremia el conceptualismo, al cual pocas
veces se logra dar una lectura bien definida sobre el significado que
pudiera tener la obra, es difícil tener claro qué es arte y qué no lo es. De
allí que veamos cada vez que una nueva exposición inaugura en Valencia, y quizá
en otras ciudades del país, cómo cajas vacías, floreros o baúles de madera
ocupan un puesto en la sala de un museo, por el que es apropiado llamarlas
obras de arte.
Me
pregunto si Duchamp sabía que con las, entonces innovadoras, muestras de sus
ready-mades, varias décadas después, el simple proceso de descontextualizar
objetos se convertiría en una forma sencilla y carente de esfuerzos de crear
nuevos artistas contemporáneos. Siento que, en el siglo XXI, debe considerarse
una obra a cualquier cosa que el artista señale como tal, y para todos aquellos que se resistan a creerlo, está reservado un
pequeño asiento en el cuarto de los ignorantes.
Con
las artes del entretenimiento tradicionales (la música, la literatura, el cine,
el teatro o la danza) el asunto es más simple, puesto que éstas se manifiestan
en la contemporaneidad de una manera diferente: se involucran en la realidad de
público, que paga—por ver una obra en el teatro o por obtener un libro—, buscando
satisfacer los deseos receptivos de la audiencia, por lo que se exponen a aplauso o abucheos; pero
en las expresiones artísticas más contemporáneas, cuyo origen está en el seno
de alguna vanguardia del siglo XX, el artista aparenta vivir en habitación
hermética en la que la crítica no es admisible, debido a la automaticidad y la
subjetividad de su proceso expresivo, y si el público no entiende lo que ha
visto o se siente insatisfecho por ello, es por pura ignorancia sobre el
trasfondo que muchas veces es imperceptible, pero que el artista
defiende a través de manifestaciones discursivas que los curadores suelen omitir al organizar la exposición.
Porque
otro de los síntomas de la contemporaneidad en el arte es proveer de un
discurso escrito pesado a las obras, para valorizar un material expuesto que no es
capaz de hacerse valer por sí mismo. El arte existe ahora en una dimensión en
la que no hay cabida para la duda, aunque su contenido conceptual sea
casi imposible de descifrar, y hasta la posibilidad de que sus lecturas sean
subjetivas está determinada por la decisión del autor. Quizá, este "arte" no es para el público ni
para el museo, es una práctica endogámica para sus curadores, críticos y
artistas.
No soy un teórico del arte o la imagen, ni tampoco
busco desprestigiar a aquellos que hacen o valoran el arte de esa manera; solo
soy un chico al que el arte contemporáneo—o más bien el arte conceptual—no termina
de convencer. Y es que pienso que, aunque el arte sea una carta que se envía
sin la expectativa aparente de un receptor específico, cuando nadie sabe que es
una carta, probablemente, nunca habrá alguien que alguna vez la abra.
Esa exposición no fue lo que esperaba, por más de una razón que quizá muchos conocerán ya, y pesar a que me reservo la respuesta particular a la pregunta con la que inicié esta entrada, puedo decir que el evento me hizo darme cuenta de cómo a veces el arte contemporáneo parece ser excremento y otras
veces, es literalmente excremento sobre un pedestal; pero en ambos casos, solo el que defeca sabe de qué está hecho lo que produjo. Tal vez debemos acostumbrarnos a esa duda.