Ese jueves en la tarde antes, la pesadez de aquel instante de contingencia entre la noche que se elevaba como un manto sobre nuestras cabezas y la luz diurna que falsamente nos resguarda de los horrores nocturnos, se transfería a mis pasos. Mis pisadas caían con fuerza contra la acera, avanzando a la parada del autobús, mientras me esforzaba por aliviar la rigidez que el mal presentimiento que estaba sintiendo había estado provocándome. Fue horas antes, tras terminar mi última clase del día en la Universidad, cuando noté en el gris del cielo, como una especie de mensaje, que algo habría de pasar y, desde entonces, la imprecisa fantasía de una calamidad posible me estuvo persiguiendo por horas. No importaba cuanta razón usara para contrarrestar mi inseguridad supersticiosa, la sensación de riesgo inminente desbordaba mis esfuerzos, solamente quería descubrir de una vez por todas a qué le había estado temiendo.
Al llegar a la parada del bus, allí me acompañaba una señora de la tercera edad, con una postura más rigorosa que la mía, esperando a mi lado un transporte que al parecer jamás arribaría. Su rostro mostraba evidencias de cansancio o, quizá, de una suerte de desesperación por llegar a casa con rapidez, pero, ya que me pidió un par de veces que le diera la hora, parecía saber, al igual que yo, que el autobús tardaría el tiempo suficiente para volver peligrosa nuestra estancia en aquel lugar. Me preguntaba si ella presagiaba lo mismo que yo, si la tensión que manifestaba su mirada era también un síntoma del miedo, si ella sabía que algo estaba por ocurrir y si eso, aún desconocido, también le ocurriría a ella. Mi vista partió de su rostro y se fue a reposar al piso en un acto reflexivo, amarrándose a los pequeños guijarros incrustados en el pavimento, hasta que noté de reojo, con esa suspicacia propia del estado de alerta, cómo la muerte se aproximaba por la izquierda con una insolencia insuperable.
Mi agitación se volvía apropiada, el temor que me atormentó durante gran parte del día encontraba su motivo a unos metros de distancia, en la figura de un hombre caucásico de 1,80 de altura, que no se mostraba como alguien muy diferente a todos los otros que pasaron cerca de mí desde el momento en que me acerqué a esa parada. No obstante, había algo en sus ojos, en la manera cómo me contemplaba y en el modo en que su andanza se desplomaba con ligereza encima del mismo cemento sobre el que mis piernas empezaban a temblar. Solo lo vi fijamente un par de segundos, pero bastó con esa vista fugaz para que se redujeran todas las esperanzas que tenía porque mis sospechas paranoicas no fueran acertadas. Mi frente transpiraba más y más a medida que las distancia entre él y yo se iba haciendo más corta. Mis puños se contraían como intentando absorberse a sí mismos, emulando al choque de mis dientes que buscaba encerrar mis gritos de desesperación. En el albur en el que estaba envuelto, trataba de resolver qué hacer, había olvidado a la señora a mi lado, que no imaginaba lo que pronto ocurriría, así cómo ya había olvidado todo lo demás.
Intenté observarlo de nuevo para confirmar mi sospecha. Sus movimientos eran aterradores, cada paso adelante se sentía como una amenaza. El dinamismo de sus manos parecía el inicio de una posición de ataque que, de uno u otro modo, me tomaría desprevenido. La apertura de mis párpados dibujaba una circunferencia en mis ojos que hacía evidente el grado de alarma que estaba experimentando, por lo que, probablemente él, el asesino, notó el miedo que me abrumaba minutos antes de su ofensiva fulminante. Bajé la mirada sintiendo, con inquebrantable determinación, que debía permanecer allí, en calma, esperando por lo que ya había sido escrito, por mi destino ineludible. En ese segundo, volví a darme cuenta de la presencia de aquella señora, quien para entonces, a juzgar por la fuerza con la que apretaba la correa de su bolso, aparentaba haberse contagiado por mi fobia a la figura de ese individuo.
Cuando devolví la mirada a la izquierda, pude ver cómo el extraño ponía su mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón, sacando y alzando con lentitud, casi sincronizado con el movimiento del sol hacia el horizonte, una masa oscura capaz de reflejar el rojo sanguíneo del atardecer, la cual apuntó hacia mi cabeza en un acto que exigía mi rendición inmediata. Podía sentir la presión de mi sangre acelerándose por mis venas, revolviéndose por mi torso mientras se separaba de mis manos, que en un pestañeo se habían vuelto témpanos helados. Sabía que aún podía huir, que podía esquivar la agresión que se me viniera encima; sin embargo, no quise hacerlo. No sé si fue esa mirada inclemente y apaciguadora o si el destino me había amarrado a la muerte desde que salí de la Universidad, pero en ese preciso momento, cuando solo quedaba un poco de luz en el cielo y mi corazón estaba a punto de estallar, tuve la profunda necesidad de dejar todo pasar y eso fue lo que hice. Acto seguido, me pregunté si la anciana había hecho lo mismo.
Se habría sentido como un sonido estruendoso, un rugido que encajaría con precisión con el último estallido de luces crepusculares. Imaginaba que, cuando el proyectil impactara en mí, cuando finalmente lograra su cometido mortal, todo se apreciaría como una tormenta eléctrica recorriendo todo mi cuerpo, como si en mis oídos reventaran todos los truenos del mundo, alumbrando con sus estelas los recuerdos oscuros que alguna vez tuve. Esa habría sido la escena ideal, la que me habría hecho sentir con un determinismo increíble que la fatalidad que estuve aguardando definitivamente se había concretado por completo. Sus huellas de sangre huyendo de mi cuerpo, consecuencia de su acercamiento para comprobar mi muerte, lo habrían confirmado: ya no habría estado con vida y no habría nada que hacer.
Seguramente, aquella señora habría guardado distancia al principio, pero pronto después habría afrontado la imperiosa necesidad de comprobar por si misma lo que había ocurrido, arrimándose a mi cadáver enmudecido, aunque la tensión en sus extremidades se lo dificultara. Porque a la distancia nada es tan real como al alcance de las manos. Habría levantado mi brazo para evaluar mi oposición a su tacto y al soltarlo, por más esperado que fuera, se habría sorprendido al verlo caer sin contención alguna. Habría observado la sangre que mancha su piel y la mía, sin confiar en lo que ve, sin creer que el tinte rojo de mi ropa ropa es tan substantivo como la muerte misma. Posiblemente habría llorado un poco, sería incapaz de controlar su llanto frente al cuerpo exánime de un joven cuya vida acababa de arrancada por una fuerza impune que va más allá de su entendimiento o habría gastado en vano sus últimas oraciones, exigiendo a otras fuerzas, otras que sí pretende comprender, que regresaran eso que perdió su estado natural. Eventualmente habría clamado por ayuda, para moverme a un lugar más digno en el que declarar mi defunción sonara un poco menos violento.
Los remanentes de mi mente se habrían alineado a la duda, preguntándose qué pasaría conmigo: ¿Cómo reaccionaría mi madre cuando alguien la llamara para informarle? ¿Se desplomaría sobre su escritorio suplicando por despertar de esa pesadilla aletargada? ¿Gritaría sin consuelo tratando de mantener la respiración en medio del pánico? ¿Iría a casa esperando que las tareas que me asignó hubieran sido realizadas? ¿Volvería a ver televisión como todas las tardes después del trabajo? ¿Mi ausencia en casa se sentiría de la misma manera que siempre? ¿Cuánto tiempo tardarían mis amigos en enterarse? ¿Cuántos llorarían por mí? No habría importado cuantas preguntas me hiciera ni cuantas fantasías construyera al respecto, ninguna tendría respuestas para mí: un occiso tendido en el suelo sobre un charco de su propia sangre.
Ese habría sido mi destino, lo que intuí desde que dejé los espacios de la facultad, y de ninguna manera habría sido una muerte sorpresiva, al menos no para mí. Si, hubiera hecho algo para evitarla, si me hubiera movido un poco para escapar de la trayectoria del disparo, las cosas habrían sido un poco diferentes; pero no, no lo hubiera hecho porque no hubiera querido, esa era la muerte que me estaba esperando, el tipo de muerte que necesitaba y a la que el universo me había atado desde el momento en que nací. Yo allí, frío y ensangrentado bajo el corto techo de una parada de autobús, mi consciencia desvanecida justo después del jalón de un gatillo, el reflejo rojo de mi cuerpo sobre una piscina de sangre que se oscurecería en sincronía con el cielo; todo eso habría sido lo que debía ser y esa habría sido la muerte que siempre había querido.
Pero ningún arma fue detonada frente a mí o frente a alguien cercano en aquel momento y la dirección a la que aquella masa oscura se había estado proyectando desde las manos del sujeto, no era la mía. La pistola era un instrumento de amenaza, pero aunque hubiera estado cargada, probablemente jamás habría sido disparada. En el arrebato que significó el presagio de mi muerte, aquel hombre se movilizó tras mi espalda manteniendo la mira de su juguete de terror en una línea recta hacia la señora que estaba a mi lado. Tal vez, ella se imaginó lo que me estaba imaginando yo. Pudo ser que anticipó lo que estaba a punto de sucederle aunque esa fantasía no fuera del todo cierta. Sin embargo, las palabras de ese hombre sí fueron reales, a pesar de que no estuve allí, cuando me encontraba en el instante de mi muerte, pude escuchar con claridad como un “dame todas las bolsas” era pronunciado en tonos graves. Un alarido, una caída y un golpe hicieron los ruidos siguientes.
Mi consciencia volvió a enfocarse justo después de eso, mis dientes dejaron de presionarse unos con otros y mis puños, adoloridos de tanta constricción, empezaron a abrirse. No había ningún charco de sangre bajo mis pies ni tampoco se notaban las pisadas de una huida agresiva, solo estaba a mi alrededor el cuerpo de la misma mujer mayor que me había acompañado a lo largo de aquel encuentro, explayado e inerte sobre el mismo suelo del que me había levantado con vida. Me quedé observándola, sin preocupación alguna, sin siquiera alterarme o reaccionar por su situación, sin hacer lo que quizá ella habría hecho si hubiera estado yo en su lugar. No importaba cuanto quisiera levantar su brazo para evaluar su oposición a mi tacto, ni cuantas ansias tuviera por sorprenderme al notar su caída sin contención alguna; había algo poniéndome a una posición estática. Sabía, con la misma seguridad con la que consentía el sucedo de mi muerte, de mi propia precipitación, que si esa mujer estaba allí, acostada en una posición incómoda, respirando con un compás extraño, lo estaba porque así es como debía ser.
Por suerte, alguien más se acercó para ayudar e incluso cuando el hombre compasivo que apareció en auxilio de la señora arrojaba improperios en mi contra para moverme a la ayuda, jamás me moví un paso. Supongo que alguien la llevó al hospital, tal vez fue el señor, lo que sí puedo asegurar, es que para el momento en que llegó el transporte público que me llevaría a casa, tras pasar cierto tiempo tratando de recobrarme por completo de mi episodio fatal, ni él ni la señora se encontraban en el lugar. A esas horas, tenía tantas tareas que hacer y tan poco tiempo, tanta hambre por no haber comido durante todo el día y hacía tanto calor en ese pasillo de aquel autobús ¿Cómo podría preocuparme por lo que ocurrió después con aquella vieja? ¿Cómo podría preocuparme por mi indolencia después de su caída? ¿Realmente debía molestarme al respecto?
Ese habría sido mi destino, lo que intuí desde que dejé los espacios de la facultad, y de ninguna manera habría sido una muerte sorpresiva, al menos no para mí. Si, hubiera hecho algo para evitarla, si me hubiera movido un poco para escapar de la trayectoria del disparo, las cosas habrían sido un poco diferentes; pero no, no lo hubiera hecho porque no hubiera querido, esa era la muerte que me estaba esperando, el tipo de muerte que necesitaba y a la que el universo me había atado desde el momento en que nací. Yo allí, frío y ensangrentado bajo el corto techo de una parada de autobús, mi consciencia desvanecida justo después del jalón de un gatillo, el reflejo rojo de mi cuerpo sobre una piscina de sangre que se oscurecería en sincronía con el cielo; todo eso habría sido lo que debía ser y esa habría sido la muerte que siempre había querido.
Pero ningún arma fue detonada frente a mí o frente a alguien cercano en aquel momento y la dirección a la que aquella masa oscura se había estado proyectando desde las manos del sujeto, no era la mía. La pistola era un instrumento de amenaza, pero aunque hubiera estado cargada, probablemente jamás habría sido disparada. En el arrebato que significó el presagio de mi muerte, aquel hombre se movilizó tras mi espalda manteniendo la mira de su juguete de terror en una línea recta hacia la señora que estaba a mi lado. Tal vez, ella se imaginó lo que me estaba imaginando yo. Pudo ser que anticipó lo que estaba a punto de sucederle aunque esa fantasía no fuera del todo cierta. Sin embargo, las palabras de ese hombre sí fueron reales, a pesar de que no estuve allí, cuando me encontraba en el instante de mi muerte, pude escuchar con claridad como un “dame todas las bolsas” era pronunciado en tonos graves. Un alarido, una caída y un golpe hicieron los ruidos siguientes.
Mi consciencia volvió a enfocarse justo después de eso, mis dientes dejaron de presionarse unos con otros y mis puños, adoloridos de tanta constricción, empezaron a abrirse. No había ningún charco de sangre bajo mis pies ni tampoco se notaban las pisadas de una huida agresiva, solo estaba a mi alrededor el cuerpo de la misma mujer mayor que me había acompañado a lo largo de aquel encuentro, explayado e inerte sobre el mismo suelo del que me había levantado con vida. Me quedé observándola, sin preocupación alguna, sin siquiera alterarme o reaccionar por su situación, sin hacer lo que quizá ella habría hecho si hubiera estado yo en su lugar. No importaba cuanto quisiera levantar su brazo para evaluar su oposición a mi tacto, ni cuantas ansias tuviera por sorprenderme al notar su caída sin contención alguna; había algo poniéndome a una posición estática. Sabía, con la misma seguridad con la que consentía el sucedo de mi muerte, de mi propia precipitación, que si esa mujer estaba allí, acostada en una posición incómoda, respirando con un compás extraño, lo estaba porque así es como debía ser.
Por suerte, alguien más se acercó para ayudar e incluso cuando el hombre compasivo que apareció en auxilio de la señora arrojaba improperios en mi contra para moverme a la ayuda, jamás me moví un paso. Supongo que alguien la llevó al hospital, tal vez fue el señor, lo que sí puedo asegurar, es que para el momento en que llegó el transporte público que me llevaría a casa, tras pasar cierto tiempo tratando de recobrarme por completo de mi episodio fatal, ni él ni la señora se encontraban en el lugar. A esas horas, tenía tantas tareas que hacer y tan poco tiempo, tanta hambre por no haber comido durante todo el día y hacía tanto calor en ese pasillo de aquel autobús ¿Cómo podría preocuparme por lo que ocurrió después con aquella vieja? ¿Cómo podría preocuparme por mi indolencia después de su caída? ¿Realmente debía molestarme al respecto?
Creo que no es común entrar en consciencia sobre las cosas que nos preguntamos, pero al percatarme de la frialdad de mis interrogantes, 20 minutos después de dejar esa parada, todas esas dudas fueron reemplazadas por la certeza inexplicable que me había regalado el cielo gris de esa tarde. Y, aunque nadie hubiera fallecido en realidad, a pesar de no saber verdaderamente lo que pasó con esa señora, sabía entonces que parte de mí había muerto ese día: aquel fragmento al que le importaba lo que sucedía fuera de mí mismo, esa fracción de mi alma que habría hecho lo posible por ayudar a un pobre anciana malherida. Ese era la fatalidad que había estado esperando, no el accidente de esa mujer— ¡No!—, era la extinción de la clemencia que alguna vez tuve; pero, como siempre, todo era lo que debía ser y esa, quizá, era la muerte que más necesitaba.
Solo quería llegar pronto a casa para cenar.
Solo quería llegar pronto a casa para cenar.