No sé en qué dirección y con qué
propósitos se maneja, pero luego de procesar un poco todos los sucesos
ocurridos esta fin de semana, durante el retiro de fin de año de la
organización a la que pertenezco, me di cuenta de cómo había sido afectado por
una algo que no comprendo del todo.
Jamás he sido una persona de fe;
nunca he tenido, por ejemplo, mayor confianza en los argumentos de otras personas,
confianza en las cosas que he visto ni confianza en las que he sentido. Puedo
recordar cómo a los 11 años ya había dejado de creer en “Dios”, o al menos a
dudar de su existencia—y me rehusaba a reverenciarlo—, y a los 13 años ya no
creía demasiado en mí mismo. Mis capacidades eran, entonces cuando aún me
esforzaba por adaptarme al ambiente de la escuela, constantemente puestas por
mí en tela de juicio.
Más o menos esa fue mi política durante
los años siguientes. Sé que sostuve alguna que otra oración al dios cuya
existencia dudaba, cada vez que me sentía totalmente desesperado, y que me
mantuve en la búsqueda por hallar algo en lo que valiera la pena creer: la
ciencia, la naturaleza, el destino, las palabras; pero el proceso de
descomposición de mi fe, que comenzaba cuando ya las cosas dejaban de brindarme
buenas respuestas—buenas según mi exigente criterio—, se repetía una y otra vez
con cierta rigurosidad.
Quizá
el asunto no habría sido tan perjudicial para mi vida, si esa necesidad
impulsiva por hacer preguntas sin respuestas posibles no se hubiera llevado
consigo, en una emboscada contra el Alejandro de 16 años, mi fe en que mis
decisiones venideras tendrían buenas consecuencias. De allí que, desde que me
di cuenta de los resultados irreversibles de la primera gran mala elección de
mi vida, no había podido alejarme del miedo de que aquellos nuevos
compromisos, votos y caminos selectos se volvieran todos en mi contra.
De tal
manera, este trimestre ha estado lleno de decisiones que hacer, acorralándome
con la agudeza de la urgencia con la que necesitan ser tomadas, y un par de
semanas antes de este sábado, la toxicidad de las dudas había empezado a hacer los
estragos acostumbrados. La confianza se me había desgastado calando en mis
ganas por deliberar, aceptar o hacer cambios para mi vida; pero lo que
sucedió este sábado, generó un cambio por sí solo.
La costumbre a la ansiedad anticipativa te
prepara siempre para los ataques de pánico y las crisis de desesperación; pero
entre los puentes e invenciones que construyes para tratar de resguardarte del
temor a las caídas, raras veces eres capaz de contemplar las cosas buenas que
podrían suceder si caminaras sin miedo a precipitarte, precisamente porque la
raíz del problema es la falta de confianza. Así, pues, antes de la dinámica
grupal a la que me sometí durante el evento de cierre de año de la ONG de la
que formo parte, no estaba preparado para que un pequeño pedacito de papel, me
permitiera salir por unos instantes del hoyo profundo de la inseguridad.
Quizá fue una mera casualidad, una
acción bien meditada por parte de la persona que organizó la actividad o la
obra de alguna de las fuerzas superiores cuya existencia considero con escepticismo, pero para alguien
como yo, alguien cuya confianza se quiebra constantemente, fue una suerte de cachetada incómoda que, al
abrir el trozo de papel en que estaba descrito el rol que asumiría durante la
dinámica junto al resto de los miembros de mi organización, la palabra escrita
sobre ese papelillo, monosílaba y mal acentuada, fuera, irónicamente, la palabra
fe.
Ha pasado un día y aún no confío
en el dios en el que cree mi abuela, ni en muchas cosas que he visto, experimentado o sentido; pero esa pequeña palabra despertó el impulso necesario para
ayudarme a decidir algo que cambiará mucho mi vida durante el año que viene, y
aunque las dudas me asalten y me ataquen los miedos, llevaré ese trozo de papel
conmigo para recordarme siempre qué es lo que debo tener.
Incluso si esto fue algo accidental, si lo que he visto como una señal casi divina, fue solo un eventualidad tonta, o si todo fue premeditado por alguien más para influenciarme, no dejo de pensar en cómo esa pequeña palabra contiene en el instante en que tardaría cualquiera en pronunciarla, una fuerza sumamente poderosa.
Incluso si esto fue algo accidental, si lo que he visto como una señal casi divina, fue solo un eventualidad tonta, o si todo fue premeditado por alguien más para influenciarme, no dejo de pensar en cómo esa pequeña palabra contiene en el instante en que tardaría cualquiera en pronunciarla, una fuerza sumamente poderosa.